El carruaje ya estaba lleno de chicos de ocho a doce años, amontonados unos sobre otros, como las sardinas en lata. Pero aunque iban incómodos y tan apretados que apenas podían respirar, ninguno se quejaba: tan fuerte era la ilusión de que a las pocas horas llegarían a un país donde no había libros, ni escuelas, ni maestros.